sexta-feira, 12 de agosto de 2011

La Vida en el Espacio

Por Léon Denis

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Según las diferentes doctrinas religiosas, la Tierra es el centro del Universo y el cielo se extiende como bóveda sobre nosotros. Y en su parte superior, dicen, que está la morada de los bienaventurados; el infierno, habitación de los condenados, que prolonga sus sombrías galerías en las propias entrañas del globo.

La ciencia moderna, de acuerdo con la enseñanza de los Espíritus, mostrándonos el Universo sembrado de Innumerables mundos habitados, dio un golpe mortal en esas teorías.

El cielo está por todas partes, el inconmensurable, el insondable, el infinito; por todas partes, un hervidero de soles y de esferas, entre las cuales nuestro planeta es apenas significativa parcela.

En medio de los espacios no existen moradas circunscritas para las almas. Tanto más libres cuanto más puras sean, estas recorren la inmensidad y van para donde las llevan sus afinidades y simpatías. Los Espíritus inferiores, sobrecargados por la densidad de sus fluidos, quedan ligados al mundo donde vivieron, circulando en su atmosfera o envolviéndose entre los seres humanos.

Las alegrías y las percepciones del Espíritu no proceden del medio que el ocupa, más si de sus disposiciones personales y de los progresos realizados. Aunque con el periespiritu opaco y envuelto entre las tinieblas, el Espíritu atrasado puede encontrarse con el alma radiante cuyo envoltorio sutil se presta a las delicadas sensaciones, a las más extensas vibraciones. Cada uno trae en si su gloria o su miseria.
La condición de los Espíritus en la vida del más allá del túmulo, su elevación, su felicidad, todo depende de la respectiva facultad de sentir y de percibir, que es siempre proporcional a u grado evolutivo.

Aquí mismo, en la Tierra, vemos los goces intelectuales aumentaron con la cultura del espíritu. Las obras literarias y artísticas, las bellezas de la civilización, las concepciones sublimes del genio humano son incomprensibles al salvaje y también a muchos de nuestros conciudadanos. Así, los Espíritus de orden inferior, como ciegos en medio de la naturaleza resplandeciente, o como sordos en un concierto, permanecen indiferentes e insensibles a las maravillas del Infinito.

Esos Espíritus, envueltos en fluidos espesos, sufren las leyes de la atracción y son inclinados para la materia. Bajo la influencia de los apetitos groseros, las moléculas de su cuerpo fluídico se cierran a las percepciones externas y los tornan esclavos de las mismas fuerzas naturales que gobiernan la Humanidad.

No hay que insistir en este hecho, porque el es fundamento de orden y de la justicia universal.

Las almas se colocan y agrupan en el espacio según el grado de pureza de su respectivo involucro; la condición del Espíritu está en relación directa con su constitución fluídica, que es la propia obra, la resultante de su pasado y de todos sus trabajos. Determinando su propia situación, hallan, después, la recompensa, que merecen. En cuanto al alma purificada recorre la vasta y fulgente amplitud, descansando a voluntad sobre los mundos y casi no ve limites a su vuelo, el Espíritu impuro no puede apartarse de las inmediaciones de los globos materiales.

Entre esos estados extremos, numerosos grados permiten que Espíritus similares se agrupen y constituyan verdaderas sociedades de lo invisible. La comunión de sentimientos, la armonía de pensamientos, la Identidad de gustos, de vistas, de aspiraciones, aproximan y unen a esas almas, de modo que forman grandes familias.

Sin fatigas, la vida del Espíritu adelantado es esencialmente activa. Las distancias no existen para el, pues se transportan con la rapidez del pensamiento. Su involucro, semejante al tenue vapor, adquirió tal sutileza que lo torna invisible a los Espíritus inferiores. Ve, oye, siente, percibe no por los órganos materiales que se interponen entre nosotros y la Naturaleza, más, si, directamente, sin intermediario, por todas las partes de su ser. Sus percepciones, por eso mismo, son mucho más precisas y aumentadas que las nuestras. El Espíritu elevado desliza, por así decirlo, en el seno de un océano de sensaciones deliciosas. Constante variedad de cuadros se le presentan a la vista, suaves armonías que aprecian y le encantan; para el, los colores son perfumes, son sonidos. Entretanto, por más agradables que sean esas impresiones, pueden substraerse a ellas y, si lo quieren, se recogen, envolviéndose en un velo fluídico y si lo desean aislándose en el seno de los espacios.

El espíritu está liberado de todas las necesidades materiales. Para el, no tiene razon de ser la nutrición y el sueño. Al abandonar la Tierra, deja para siempre los vanos cuidados, los sobresaltos, todas las quimeras que envenenan la existencia corpórea. Los espíritus inferiores llevan consigo para el más allá del túmulo los hábitos, las necesidades, las preocupaciones materiales. No pueden elevarse por encima de la atmosfera terrestre, vuelven a compartir la vida de los seres humanos, entrometiéndose en sus luchas, trabajos y placeres. Sus pasiones, sus deseos, siempre vivaces y aguzados por el permanente contacto con la Humanidad, los abruman; la imposibilidad de satisfacerlos se torna para ellos causa constante de torturas.

Los Espíritus no precisan de la palabra para hacerse comprender. El pensamiento reflejándose en el periespiritu como una imagen en el espejo, les permite permutar sus ideales sin esfuerzo, con una rapidez vertiginosa. El Espíritu elevado puede leer en el cerebro del hombre y conocer sus secretos designios. Nada le es oculto. Escruta todos los misterios de la Naturaleza, puede explorar a voluntad las entrañas del globo, el fondo de los océanos, y así apreciar los destrozos de las civilizaciones sumergidas. Atraviesan los cuerpos por muy densos que sean y ven abrirse ante si los dominios impenetrables para la Humanidad.

Fuente: León Denis. Después de la Muerte: explicación de la doctrina de los Espíritus

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